Rossana Reguillo
La Necromáquina y los cuerpos que no importan
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Título | Rossana Reguillo : La Necromáquina y los cuerpos que no importan / Rossana Reguillo |
Publicación | Madrid, MNCARS, 2023 |
Descripción física | Archivo de audio en formato mp3 (ca. 35:53 min.) |
Idioma | Español |
Realización | Grabación y edición: Rubén Coll Entrevista realizada por Germán Labrador |
Nota Participantes | Rossana Reguillo es doctora en Ciencias Sociales por el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social y la Universidad de Guadalajara. Su trabajo, entre la investigación y el activismo, se especializa en los estudios de la juventud, la ciudad como espacio social y el miedo como construcción social. Es profesora investigadora emérita en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Catedrática UNESCO en la Universidad Autónoma de Barcelona y Titular de la Cátedra Andrés Bello en la New York University. Entre sus publicaciones figuran Horizontes fragmentados: comunicación, cultura, pospolítica. El (des) orden global y sus figuras (Iteso, 2008), Paisajes insurrectos: jóvenes, redes y revueltas en el otoño civilizatorio (NED Ediciones, 2017) y, recientemente, Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (NED Ediciones, 2021). |
Evento: | Miércoles 19 Julio de 2023 |
Resumen | La activista e investigadora social Rossana Reguillo (Guadalajara, 1955) se presenta como una analista cultural “extrema”. Prueba de ello es su obra Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (NED, 2021), fruto de su investigación sobre la evolución y endurecimiento de las violencias en México desde los inicios de la Guerra contra el Narco —en 2006— hasta la actualidad. ... Más La activista e investigadora social Rossana Reguillo (Guadalajara, 1955) se presenta como una analista cultural “extrema”. Prueba de ello es su obra Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (NED, 2021), fruto de su investigación sobre la evolución y endurecimiento de las violencias en México desde los inicios de la Guerra contra el Narco —en 2006— hasta la actualidad. Para Reguillo, la necromáquina es una extensión de la práctica del biopoder foucaltiano y se basa en el concepto de necropolítica propuesto por Achille Mbembe, en el cual la soberanía se asienta en la autoridad política y social para decidir quién vive y quién muere. En la necromáquina confluyen entonces los poderes político, económico y delincuencial, como un dispositivo que no solo produce muerte sino también formas de socialización y de entender el mundo. De esta forma, la necromáquina se convierte para Rossana Reguillo en una categoría que le permite analizar algo que se ha convertido en recurrente: el horror de una violencia desmesurada sobre “cuerpos que no importan.” En abril de 2023, Reguillo visitó el Museo Reina Sofía para participar, junto a Francisco Ferrándiz, en Rastros y rostros de la necropolítica. Una conversación urgente. Una actividad que formaba parte de Tejidos Conjuntivos , el Programa de Estudios Propios que impulsa el Centro de Estudios del Museo Reina Sofía y, en concreto, de su línea de seminarios sobre Necropolítica, estética y memoria. Esta cápsula es el resultado de una conversación realizada durante aquellos días entre Reguillo y Germán Labrador, director de Actividades Públicas de esta institución. Menos |
Nota de lengua | Español |
Género | Debates y coloquios |
Formato | Cápsulas de radio |
Etiquetas | América Latina, Crítica, Cuerpo, Esfera Pública |
Canal de radio | Redes |
En contexto | Enlace a la web |
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Colección digital | Archivo audiovisual > Las Actividades |
Copyright | Creative Commons by-nc-nd 4.0 |
Transcripción
Rossana Reguillo
La Necromáquina y los cuerpos que no importan
Me llamo Rossana Reguillo Cruz. Soy mexicana, aunque mi padre era madrileño, español refugiado; mi madre, de Chiapas. Yo soy, de primera formación, comunicóloga y, luego, estudié Antropología Social en mi doctorado. Considero que mi trabajo es el de una analista cultural “extrema”, porque mis objetos de investigación han sido siempre en lugares duros de descifrar; y, en los últimos —digamos— diez, doce años, he estado muy enfrascada en tratar de descifrar las violencias no solamente en México, pero principalmente en México, que es el lugar desde el cual pienso y desde el cual hablo.
Necropolítica
La dimensión necropolítica en el momento del capitalismo actual se ha vuelto central porque estamos viendo estallar las instituciones que la modernidad levantó. Estamos viendo estallar los pactos sociales; estamos viendo esta crisis migratoria internacional, que es brutal, donde abundan los cuerpos que no importan o las vidas “no llorables” —que diría Judith Butler—.
Yo creo fundamentalmente que la necropolítica es un desarrollo muy afortunado de [Achille] Mbembe, y que él está pensando justamente desde esta África colonial y pone sobre la mesa una extensión del concepto de biopolítica que ya había sido desarrollado por Foucault. Y a él, lo maravilloso, es que no le interesa superar a Foucault, sino llevar a Foucault más allá de Foucault.
Y eso es lo que a mí me parece muy potente. La relación necropolítica, política a secas, violencia y dispositivos tecnológicos —a mi juicio— hoy día tienen una centralidad enorme para ayudarnos a pensar y, sobre todo, para no caer en la parálisis, para no caer en el mutismo, en la afasia, en perder la voz frente a estos aparatos de muerte.
La necromáquina como paradigma necropolítico en el México contemporáneo
Lo que intento en Necromáquina, que es un libro que recorre varios años del proceso de endurecimiento de las violencias —lo que yo llamo el “estallamiento de la violencia expresiva o la desmesura expresiva de la violencia”—, y lo que yo intento, es justamente poner a funcionar el concepto de necropolítica como una categoría para atravesar el horror de las violencias mexicanas en los últimos tiempos.
Vengo trabajando esto. En 2011 acuño el concepto de narcomáquina, que es una primera aproximación que hago al tema pensando en la articulación. Ahí, es ahí donde viene la especificidad de lo mexicano. Aunque bueno, esto está pasando en todas partes del mundo actualmente, pero es la articulación de tres poderes: el poder político, el poder económico y el poder delincuencial. Casi como un misterio teológico, tres personas en una, que está ejerciendo este tipo de violencia.
Sin embargo, llega un punto de inflexión con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Me parece importante poner en contexto que Ayotzinapa marca un antes y un después en las violencias mexicanas. Es un caso paradigmático que levantó una protesta internacional muy muy importante donde son masacradas seis personas; entre ellas, la mayoría normalistas, estudiantes de escuela normal —que son estas escuelas populares que preparan a los maestros que van a dar clases en las zonas rurales del país o semi rurales del país—, y desaparecen 43 estudiantes. Y, al día siguiente de esta desaparición, aparece el cuerpo de uno de ellos, Julio César Mondragón, que es paradigmático, y se prueba que había sido desollado vivo. O sea, le arrancan el rostro. Y yo, después de esto, trabajo en este libro la idea de “rostridad”, que fue lo que hace la gente, tratar de devolverle a través de una resistencia simbólica muy fuerte, tratar de devolverle el rostro a Julio César.
Entonces, a partir de 2015 yo empiezo a pensar, a ver… que la narcomáquina ya no me permite ir más allá. Porque, si me quedo atrapada en esta noción, voy a seguir pensando la violencia en función de la acumulación de ganancia monetaria, la acumulación de ganancia. Y lo que estamos viendo es otra cosa. Empiezo a pensar y arribo justamente en 2018 a la noción de necromáquina, que me parece muy potente y que es también una manera de jalar lo que ya venía yo trabajando a la manera de vincular el análisis a la acumulación de ganancia; pero aquí a la gestión y a la administración de la vida y la muerte por parte de poderes supraestatales, crimen organizado, grupos de trata de blancas, etc., donde lo que me interesa justamente es analizar este estado de urgencia constante y la disolución de la vida, de cómo acumular poder a través de la gestión de los cuerpos. Dicho muy simple: es un tramo de tiempo que va de 2006, cuando se declara la guerra contra el narco, a 2021, que se publica Necromáquina.
Máquinas
Yo empiezo a trabajar la idea de máquina también muy de la mano de Deleuze y Guattari. Sobre todo, de ellos, me importa mucho la noción de máquina de guerra, pero no en el sentido de la disolución, sino en el sentido de la resistencia.
Luego, en el libro, lo voy a convertir en las contramáquinas, porque me parece más asible para un lector no especialista en estos temas: entender contramáquina como estos dispositivos ciudadanos, como estos dispositivos sociales a través de los que la gente resiste justamente la maquinaria de muerte. Eso, por un lado.
Y, el otro gran hito, el otro gran eje que me permite llegar a la noción de necromáquina — primero, narcomáquina, y luego, necromáquina—, es el trabajo de Malcolm Lowry. Cuando yo leo esa cita en Lowry sobre la violencia, cuando él dice: “El dispositivo no está ahí para acabar con el hombre; el que ejecuta la máquina es el esclavo del dispositivo”, me parece de un poder explicativo impresionante. Casi te deja sin palabras, porque ahí es donde empiezas a entender que, justamente, la noción de máquina casi te permite prescindir de la idea de sujeto porque está todo armado; todo este dispositivo tecnológico “maquínico”, de maquinaciones encaminadas a producir cierto tipo de resultados.
Entonces, para mí la noción de máquina es, en un doble sentido, potente. Por un lado, me permite explicar esta sociedad paralegal —que es otro concepto sobre el cual yo he desarrollado y sobre el cual analizo estos elementos de rupturas del tejido social, etc.—, me permite ver esta dimensión de la reproducción de estos aparatos —por ponerlo en términos que me parece que interesan al museo, ponerlo en términos de un aparato colonial que no logra ser poscolonial porque se engulle a sí mismo—. Estamos en ese proceso.
Del otro lado, la idea de máquina me permite también entender los procesos de resistencia. Eso me parece que es una responsabilidad ética, una responsabilidad intelectual importante porque, en un momento de “espectacularización” de las violencias, en un momento en el que, por un lado, hay apelaciones a la desmemoria… —“olvidemos esto ya, ya no importa…”—, me parece que volver visibles estas tecnologías chiquitas, estas microtecnologías, estas micropolíticas, resulta fundamental.
Pienso en el caso concreto, a propósito de la necromáquina mexicana y su contramáquina (o sus contramáquinas), pienso en un caso que a mí me desarma totalmente: que es el de las madres buscadoras que se dedican, con palos y piedras, a peinar territorios, zonas de exterminio…, para encontrar lo que ellas llaman “sus tesoros”; que son estos cuerpos que esta necromáquina engulle y arroja en forma de emulsiones, como las llama la autoridad cuando se deshace a los cuerpos en ácido o los devuelve en términos de pedazos de cuerpos.
Lo que la máquina consume y lo que la máquina produce
Puesto en simple, la máquina produce un mandato. Y ese mandato es el de la violencia y resultados a toda costa. Eso es lo que produce.
Para mí, por eso es tan importante pensarlo en esos términos. Porque, cuando lo piensas así, de lo que te das cuenta es que, escapar de ese mandato, es prácticamente imposible. Y, del otro lado, lo que consume no es el mandato, no, lo que consume es la normalización de un ejercicio, de una gramática violenta que se ejerce sobre territorios, sobre cuerpos, sobre personas, sobre lógicas… Y, entonces, hay una relación muy ambigua entre lo que consume y lo que produce; pero que, a fin de cuentas, a mí lo que me parece es que —que es lo que yo llamo en Necromáquina “el dispositivo abismal”—, a fin de cuentas, lo realmente terrible de la necromáquina es la producción de este mandato.
La necropolítica como reverso del neoliberalismo
Indudablemente, esto no es posible pensarlo al margen de lo que yo llamaría el “capitalismo predador” —que es, digamos, como el rostro más asible del neoliberalismo en su fase contemporánea—. El problema de situarlo en una especie de blanqueamiento de la noción del capitalismo salvaje y, entonces, llamarlo neoliberalismo, me parece que logra filtrar los elementos más brutales de este capitalismo.
Entonces, sí, indudablemente, yo hablo de neoliberalismo, no solamente en el libro, en mis trabajos. Pero, me sirve muchísimo más referirme a este “capitalismo predador”, porque me permite escapar de mi miniterritorio de narco, luego violencia, luego cuerpo maltratado...
Si lo piensas desde esta lógica del capitalismo en su fase más voraz, y más loca, esto me permite— y lo hago en el libro— pensar, por ejemplo, en las zonas de sacrificio; que yo pensaba que era un concepto que los chilenos —que son tan geniales— habían desarrollado. Al estudiar, me doy cuenta de que es un concepto en la sociología norteamericana de la Escuela de Chicago. Cuando ellos empiezan a ver lo que empieza a pasar en ciertos lugares y ciudades de Estados Unidos cuando se instala el modelo fordista, cuando se instalan las grandes fábricas, las grandes productoras de automóviles, de tecnología… ellos llaman a esa zona, zona de sacrificio, que es lo que estamos viendo crecer en este momento a nivel mundial: las mineras canadienses que operan con absoluta impunidad —pese a lo “buena ondita” que quiere aparecerse [Justin]Trudeau—, (podemos pensar) en las cerveceras que se acaban el agua de las comunidades de pueblos originarios…
Estamos viendo crecer las zonas de sacrificio y, de otro lado, estamos viendo un aumento impresionante de un extractivismo que no solamente se agota en términos del extractivismo del territorio, sino del extractivismo de los datos, del extractivismo de tu información personal, del extractivismo del valor humano convertido en mercancía...
Por eso me parece tan importante no perder de vista el modelo del desarrollo que ha hecho posible el estallamiento de las necromáquinas.
Yo hablo y pienso desde México, pero he hecho trabajo etnográfico en España, en Estados Unidos, en Argentina, en Colombia, en su fase más dura, y, ahora, por ejemplo —y lo hablo en el libro—, veo la crisis migratoria en Europa, y ¡ustedes tienen su necromáquina muy aceitada!
Lo que pasa es que me parece que es un poco lo que me sucedía al principio en Argentina cuando yo empecé a hablar de la “construcción social del miedo”. Con mis colegas argentinos hice mucho trabajo de campo en La Plata y en Buenos Aires; y mis amigos argentinos me decían: “No, eso aquí no va a pasar nunca”. Y se reían de mí, un poco complacientemente. Ahora se me quedan viendo y me dijeron: “Lo viste venir muy temprano”.
Lo vi venir antes del 2000. Cómo se iba a descomponer lo que ellos creían que no iba a volver, que era esta derecha impresentable, este fascismo de rostro blando. Ahí está. Entonces, por eso es tan importante pensar estas cosas, trabajarlas a fondo desde distintas perspectivas: pensarlo desde la antropología, desde el arte, desde la poesía, desde el periodismo, etc.
La inscripción de la violencia de la necromáquina en los cuerpos de sus víctimas
Quizá para preguntarnos de las especificidades de la inscripción de la violencia sobre los cuerpos engullidos por la necromáquina, tengo que acudir a un relato etnográfico, una entrevista que fue la que me dio la clave del subtítulo del libro [Cuando morir no es suficiente]: es una entrevista a un joven sicario de 16 años.
Yo no entrevisto; trabajo mucho la dimensión del victimario porque me parece que es algo que se elude siempre. Es más fácil trabajar víctimas que victimarios; y nunca he buscado entrevistarlos en la cárcel porque me parece que el dispositivo carcelario cambia totalmente la lógica y la perspectiva.
Fue muy difícil dar con este muchacho en Michoacán, en Tierra Caliente. Es una entrevista brutal, de más de 36 horas en tres sesiones —casi cuatro sesiones muy duras—, donde él va poniéndome delante de mí cómo aprende a matar, cómo aprende a cortar cabezas, cómo esta máquina lo va convirtiendo en un asesino, en un tipo que es capaz de arrancar lenguas sin que se le desconfigure nada y, al mismo tiempo, sin dejar de ser profundamente humano. Es muy complicado estar frente a eso.
Hay un momento de la entrevista casi hacia el final, donde yo le pregunto: “Y, ¿cómo te imaginas tu muerte?, ¿cómo te ves a ti mismo?, ¿cómo te gustaría morirte?”. Él guarda silencio y me dice: “Con una bala expansiva de nueve milímetros en el cerebro”. En ese momento, cuando lo entrevisto, está a punto de cumplir 17 años; y a él, el narco lo había secuestrado cuando tiene 12, ahí, en Tierra Caliente, para entrenarlos —que es lo que hacen con estos jóvenes—. Y, de pronto, después de decirme lo de la bala de nueve milímetros, vuelve a guardar silencio, suspira largamente y me dice: “No, ¿sabe qué? Mejor que me hagan cachitos y me desbaraten para evitarle a mi mamá el dolor de velarme” —voy a hablar en mexicano y luego lo traduzco— “porque, sabe, en este jale ya no alcanza con morirse”. Lo que me está diciendo: “En este trabajo ya no alcanza con morirse”.
Por eso, el libro se llama Necromáquina. Cuando morir no es suficiente. Esta idea es la que me lleva justamente a la dimensión límite de esta caligrafía de la violencia; esta desmesura expresiva donde hay que machacar, destruir…; porque ya no basta, ya no es esta violencia utilitaria de “yo te disparo para que me des tu celular”. Aquí hay algo mucho más perverso, más duro, más difícil de asir. Hay placer ahí.
Yo no quisiera, de ninguna manera, que esta idea de este placer de deshacer al otro nos lleve a la idea de una patología. Porque, si nos deslizamos a ese lugar, caemos otra vez en Cesare Lombroso, el manual de “El hombre criminal”. Y, entonces, así todos nos podemos lavar las manos: “Porque están locos, porque son perversos, porque los martirizaban de niños…”. Todo eso está presente ahí; pero la explicación patológica es muy peligrosa. Por eso, es mejor pensar en términos “maquínicos” y en términos del dispositivo de Lowry.
Afrontar la violencia sin colaborar con sus lógicas comunicativas
La estetización de las violencias no es nueva. Ha acompañado el desarrollo de la humanidad desde el inicio de los tiempos. Creo que, de alguna manera, es una forma también de evadir, por un lado, la culpa y, por otro lado, de domesticar aquellas dimensiones de la violencia que no son “masticables” —por decirlo de una manera más sencilla—.
Indudablemente, yo creo que hay esfuerzos enormes —pienso, por supuesto—.
Yo soy una gran fan y una analista del trabajo de Teresa Margolles. Para su pieza La Promesa, yo hice el texto del catálogo. Me parece que es una artista —quizá hay más, por supuesto, voy a nombrar a tres “ahorita”—, me parece que el trabajo de Teresa Margolles logra justamente romper la estetización y enfrentar a su espectador —a la gente que está viendo su arte—, logra meterlo en el propio circuito de la violencia. Eso me parece un mérito inaudito.
Justo para un trabajo que acabo de terminar que se llama Ensayos sobre el abismo —y que, recientemente, me publicaron en una revista de antropología [Encartes]—, analizo, en la muestra de la Bienal, cuando ella va al pabellón de Venecia, lleva sus baldes de sangre y hace toda esta performance terrible.
Una escena que a mí me importa fundamentalmente es cuando ella ofrece a los espectadores una tarjeta para picar cocaína: una tarjetita inofensiva como de banco, si la volteas, tiene el cuerpo desfigurado y roto de un muerto. ¡Es brutal!
Por eso, el trabajo de Teresa es tan fuerte, porque produce escenas repulsivas. Es lo que yo llamo “escenas recursivas”, donde te mete a ti mismo en el circuito de la violencia; no te puedes hacer para ningún lado y eso es magnífico.
Está el trabajo de Alejandro Luperca, que fue alumno de Teresa, cuate de Ciudad Juárez. Él coleccionó durante muchos años periódicos de la nota roja, como AM —este periódico espantoso que se dedica a tirar cuerpos ejecutados en sus planas—. Y él lo que hace es, con un lápiz —a la antigua usanza, una maquinita, un dispositivo que es un lápiz—, borra el cuerpo de la foto, y el borramiento, lo que obtiene del borrado, lo pone en una bolsita, lo engrapa y la foto es publicada sin el cuerpo; de tal modo que es una manera de homenajear y de restituir valor al cuerpo caído, sacarlo de la escena de tortura y resguardarlo. También es un trabajo brutal.
Y la otra artista que me ha interesado mucho seguir y acompañar en su trabajo se llama Violeta Luna. Ella es performancera y tiene unos espectáculos que son brutales; entre ellos, uno donde llega a la escena a pie —o sea, no hay un escenario y ella arriba—, sino que está rodeada de la gente que va a ver el acto. Entonces, ella llega con una túnica negra, se la quita y la túnica que trae es blanca, tiene el pelo muy largo y llega con varias bolsas, unas botellas, etc. Lo cuento de manera muy breve pero la gente interesada puede verlo en YouTube y es muy impresionante: Violeta Luna se llama ella.
Entonces, lo que hace es poner su pelo sobre el piso y empezar a poner fotografías —pequeñas fotografías que son fotografías de gente que ha sido o desaparecida o ejecutada— y, luego, de un bote, empieza a tirar sobre su pelo un líquido rojo de sangre. De tal manera que, cuando se levanta y empiezan a caer las fotografías, empieza a caer sangre sobre el piso. Es verdaderamente demoledor.
Entonces, otra vez volvemos a lo mismo. Son trabajos que no “estetizan”, es decir, no banalizan, sino, justamente, lo que hacen es meterte en un circuito comunicativo del cual no puedes evadirte; y así, hay otros muchos.
Sí me parece importante hacer la crítica de la estetización que los medios de comunicación tradicionales siguen, muy en esa onda de una normalización brutal —o sea, contar estadísticas, etc.—. Hay esfuerzos importantes para romper eso, aunque el equilibrio que hay que guardar (frente a eso) es muy difícil.
Pensar la relación entre museo y antropología a día de hoy
Yo creo que la relación entre museo, antropología, y ciencias sociales, en general, ha tenido una historia de desencuentros; ha tenido una historia compleja de miradas privilegiadas y autorizadas para la producción de una narrativa X sobre cierto proceso histórico. Y, sobre todo, también me parece que, si vemos hacia atrás, las ciencias sociales y humanidades, específicamente el tema de la antropología, han servido de coartada de un barniz cientificista a ciertos modos de comprender al otro que son absolutamente brutales.
Me parece que, en los últimos tiempos, cuando vemos la caída de los grandes relatos y se va haciendo jirones toda esta idea de desarrollismo y de futuro, hay un esfuerzo muy grande. Por un lado, de los museos —no de todos, que hay algunos que siguen montados en esa lógica—, de un ejercicio museográfico de carácter distinto y un ejercicio teórico-antropológico-etnográfico de producir otros modos, también de intelección, del rostro y del cuerpo del otro y de sus dinámicas sociales, que son absolutamente relevantes. En ese sentido, me parece que, en el desafío para un diálogo mucho más fecundo, para un diálogo que logre —digamos— romper el corsé y las costuras que se fueron tejiendo a lo largo de la Ilustración y la modernidad, etc., el trabajo principal de un museo que dialoga con una nueva forma de comprender lo social es el reponer contexto. Me parece que es un desafío que se oye facilísimo, pero que es uno de los desafíos más importantes de un trabajo museográfico.
Y, del otro lado, yo cada vez estoy más convencida de la forma laboratorio para producir conocimiento teórico, conocimiento social, conocimiento artístico... Estoy empeñada desde 2016, en que se abre en mi universidad, en el ITESO, el laboratorio que se llama Signa_Lab, en el cual nos esforzamos por entender estos nuevos lenguajes sociodigitales, ha sido, justamente, poner a la universidad en clave laboratorio.
A la universidad le cuesta un trabajo enorme porque está metida en el concepto de aula, así como ciertos museos siguen montados en la idea de sala. Yo creo en esta idea de, por un lado, reponer contexto, por el otro, priorizar el trabajo del laboratorio; es decir, la invención, el ensayo, el trabajo colaborativo, desjerarquizado, horizontal…, que pone en situación de igualdad al aprendiz y al maestro, al estudiante y al investigador. Eso me parece de una potencia inaudita.
Y la otra, es la contranarrativa, es decir, si hemos estado acostumbrados a “consumir” comillas, narrativas absolutamente cerradas. Por ejemplo, pensemos en términos clásicos, en el descubrimiento de América. Me encanta esa noción de “descubrimiento”, es muy clásica; te habla de una narrativa, de que hay gente que vive en algún lado que no sabe que existe, hasta que llegan unos otros que le dicen: “Mira, tú existes”. Y esa lógica está instalada en algún lado de nuestros imaginarios. Me parece que un desafío ético para este nuevo museo es justamente desestabilizar estas narrativas. El museo como un dispositivo desestabilizador. Eso me parece que es un reto muy muy importante.
Esperanza y territorios futuros
Pienso que estamos en un momento crítico, en esta fase —volviendo a lo que dije anteriormente— de este “capitalismo predador”. También hay una nueva producción de saberes y de posicionamientos frente a esta crisis. Pienso en la crisis climática más que en el cambio, porque la noción de cambio también filtra lo terrible de lo que está sucediendo. Y hay gente que está pensando de manera muy poderosa.
Pienso, por ejemplo, en el Antropoceno; pero pienso en cómo eso…, cómo una teórica analista argentina, que se llama Flavia Costa, escribió un libro muy reciente que se llama Tecnoceno, donde ella habla de estas huellas en clave de esta aceleración tecnológica. ¡Es un “librasasazo”!
En el último tiempo, yo tomo un concepto que ella maneja en el libro y que hemos estado discutiendo mucho: es una frase en Lo abierto de [Giorgio] Agamben que se llama mundo ambiente, y que ella pone a funcionar en una clave y yo la pongo a funcionar en otra.
A fin de cuentas, lo que mundo ambiente significa es un cambio de la escala, del ambiente como telón de fondo al ambiente como un protagonista fundamental de este momento contemporáneo. Mundo ambiente a mí lo que me está permitiendo es —justamente estoy trabajando un texto que tengo que publicar pronto—, me sirve para pensar lo que llamo “fractalización de la condición juvenil”; es decir, qué significa ser joven hoy frente a este mundo ambiente. Y ahí es donde encuentro ciertos giros de esperanza.
Pienso, por ejemplo, en el colectivo Red de Futuros Indígenas, que son unos chavos de pueblos originarios. Los jóvenes indígenas de distintas zonas del país: chontales, mayas, zapotecos… tienen un manifiesto donde la frase inicial (del manifiesto) es brutal en términos de esperanza. Dice: “Estamos en tal crisis…” —no la voy a poder citar así ahorita de memoria—; total, se puede consultar en su página web Red de Futuros Indígenas, donde ellos dicen: “Está tan caramba la situación, está tan jodida, que el futuro es un territorio sobre el cual luchar”. Eso me parece que habla justamente de una dimensión esperanzadora, de un discurso que, desde otra lógica de los Friday for Future, de Greta Thunberg y de todos estos chavos, hablan de una nueva manera de relación con el mundo ambiente, donde se vuelve protagonista la Tierra, no desde una lógica trasnochada, de rituales, etc., sino desde una defensa activa. Me parece que ahí hay un reservorio, no solamente político, sino un reservorio moral, que es lo que le está haciendo falta a nuestras sociedades; o sea, una reserva moral que es la que nos va a permitir afrontar este territorio futuro que se nos abre.
Regreso a paisajes insurrectos
Llevada a pensar en qué gran libro me gustaría escribir en los próximos años, yo diría que sería una revisitación a mi libro de 2017 que se llama Paisajes insurrectos. Es un libro con un tinte totalmente optimista porque recoge todo el ciclo de las plazas, de 2011 a 2016, con el Nuit debout francés. Es un libro donde hablo de la crisis del proyecto civilizatorio, hablo de todos los esfuerzos de articulación, de narrativas, de nuevas formas de producción…
Lo que he visto en mi trabajo más vinculado a la dimensión sociodigital, es ver cómo —y eso me llena, me llena de esperanza, no en un sentido religioso, sino en un sentido muy laico, en un sentido de futuridad—, ver cómo cada vez más colectivos aprenden a utilizar la tecnología para lo que yo llamo, desde mi trabajo más conceptual, “producción de presencia”. Cómo los movimientos sociales están logrando una “producción de presencia” donde se vuelven visibles las luchas mapuches, las luchas de defensores de territorios, las luchas de los migrantes, etc.
Entonces, creo que ese libro me gustaría que fuera —digamos— como un tributo a los esfuerzos cotidianos de gente que está peleando con palos y ligas y plastilina… contra un demonio que escupe azufre y fuego.