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En la década de los ochenta, varias exposiciones conformaron las sensibilidades del momento. Rudi Fuchs, comisario de la Documenta de Kassel de 1982, contempló la posibilidad de titular dicha muestra El barco ebrio. Este poema de Arthur Rimbaud aludiría a la deriva de un arte que navega sin un rumbo fijo, al margen de las «guerras de estilo». Esta ausencia de hegemonías terminó por traducirse en un eclecticismo de las formas que definieron las prácticas artísticas de aquellos años. Una parte de la historiografía lo interpretó como un giro hacia valores conservadores, donde la ausencia de la historia y de la crítica, así como la recuperación del individualismo artístico, se correspondían con una realidad social y política dominada por la era Reagan-Thatcher.

En España, la joven democracia impulsaba una institucionalización del arte que reemplazase las luchas sociales contra el franquismo. En este contexto, la creación de la feria ARCO o del Centro de Arte Reina Sofía se acompañó de una intensa política de exposiciones nacionales e internacionales, con el retorno a la pintura como lengua franca. Frente a este aparente conservadurismo, surgen una serie de prácticas de desobediencia que expresan su descontento con las instituciones y se enfrentan a crisis como la pandemia del sida. Un arte que apostará por actitudes postpunk, nuevas versiones del feminismo y de la subversión de los cuerpos.